(Mongabay Latam / Vanessa Romo).- Cuando en el 2006 empezó a gestarse el primer gran proyecto de monitoreo ambiental en la Amazonía peruana, el objetivo no fue descubrir nuevos atentados contra el bosque, sino documentar los que ya afectaban por décadas a la gente que vivía en ella. Martí Orta-Martínez, biólogo e investigador del Instituto Internacional de Estudios Sociales de la Universidad Erasmus de Rotterdam, fue uno de los testigos del inicio de ese monitoreo con equipos GPS muy básicos en el río Corrientes, a dos días de distancia de Iquitos, en la selva de Perú.
Los ríos Corrientes, Tigre y Pastaza conformaban un espacio vulnerable, según los pobladores achuares, quechuas y kichwas de la zona. En efecto, en 1971, un sector fue concesionado a empresas petroleras y en el 2000, los indígenas empezaron a denunciar la contaminación de sus principales fuentes de agua. Sin embargo, comenta Orta-Martínez, esas denuncias eran fácilmente acalladas con las cifras y pruebas que ofrecía en ese entonces Pluspetrol. “El discursos indígena no tenía credibilidad en las reuniones con el Estado”, agrega el investigador.
En el 2006, con el pequeño proyecto tecnológico en el río Corrientes, las herramientas aparecieron para que la sociedad occidental reconozca sus denuncias. Han pasado trece años en los que los monitores ambientales indígenas han obtenido videos, fotos y coordenadas de los puntos de contaminación petrolera en los tres ríos afectados, y se ha podido lograr que el Estado peruano otorgue un fondo semilla de 50 millones de soles (US$15 millones) para empezar a remediar los puntos contaminados que a la fecha superan los mil.
El relato de la incansable lucha de los pueblos achuar del Corrientes, kichwa del Tigre y quechua del Pastaza por demostrar el daño a su territorio y a ellos mismos, es una de las tantas experiencias que se repiten en América Latina y es una de las cinco historias que hemos reunido en este especial de Mongabay Latam —enfocado en Ecuador, Perú y Colombia— y en el que participan dos medios regionales aliados: El Espectador y GK.
Aunque la situación de justicia ambiental e indígena en los tres países no es la misma —en Ecuador no existe una fiscalía especializada en delitos ambientales y en Colombia la incursión de las comunidades indígenas en el uso de tecnología es reciente— hay carencias graves que sí comparten. Una de ellas es la falta de colaboración entre comunidades indígenas y el Estado, y otra la necesidad de logística y presupuesto para que las entidades fiscalizadoras y sancionadoras puedan verificar las denuncias recibidas.
En una Amazonía que ha perdido 29,5 millones de hectáreas de bosque primario entre el 2010 y 2017 —según la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (Raisg)— la necesidad de conexión y monitoreo de los delitos es cada vez más urgente.
Una tarea que, sin embargo, evidencia también la vulnerabilidad de los defensores ambientales. El último viernes, sin ir muy lejos, se reportó la muerte de Paulo Paulino Guajajara, miembro de un grupo conocido como “Los guardianes del bosque” que defendían la Tierra Indígena Araribóia, en el estado de Maranhão, al noreste de Brasil. Se sospecha que Guajajara de 26 años —quien se encargaba de vigilar y denunciar actividades ilegales en su territorio— fue asesinado a manos de madereros.
Más de la mitad de los asesinatos a líderes ambientales registrados en el 2018, según el último informe de Global Witness, ocurrieron en Latinoamérica.
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La tecnología en manos indígenas
Los indígenas quechua que viven a orillas del río Pastaza, en Perú, fueron testigos de los trabajos ejecutados al inicio por la empresa Pluspetrol para atender los primeros derrames de petróleo. Vieron como uno de los subcontratistas prendía fuego al crudo para desaparecerlo y con ello se perdía una parte del bosque. Cuando los achuar denunciaban estos problemas, nadie les creía. Pluspetrol les decía que nunca podría suceder tal atentado ambiental. Hasta que un buen día, apareció un video. Un monitor ambiental registró con una pequeña cámara la quema del petróleo derramado. “Pluspetrol aseguró que no sabía nada, que era culpa del subcontratista”, señala Martí Orta-Martínez. Esa mala práctica acabó ese día y con ella empezó una nueva etapa para el patrullaje indígena.
Loreto es una de las regiones peruanas con más avances en el uso de la tecnología para monitorear su territorio. 36 comunidades de cuatro pueblos indígenas —kichwa, tikuna, yagua y maijuna— cuentan con 120 monitores que no solo defienden a punta de drones y mapas satelitales las cuencas del Napo y Amazonas de los taladores ilegales, sino que han constituido incluso en Iquitos un Centro de Información y Planificación Territorial (CIPTO), una central o hub que reúne todos los datos recogidos durante los patrullajes y que son procesados por ingenieros y profesionales locales.
En el Ecuador, los esfuerzos más conocidos se han concentrado en la zona noreste del país, cerca del límite con Colombia. Allí, en la provincia de Sucumbíos, en las riberas del río Aguarico y colindante con el Putumayo colombiano, radican los Siekopai y Cofán, dos nacionalidades indígenas que han enfrentado realidades extremas por el avance de la minería y la actividad hidrocarburífera, ambas bajo el aval del Estado.
En el caso del pueblo Cofán, ubicado en las afueras de la ciudad petrolera de Lago Agrio, en la comunidad de Sinangoe, el uso de los drones, cámaras trampa y aplicativos con mapas satelitales forman parte de la cotidianidad indígena. Esa relación de confianza con la tecnología se gestó en el 2017, cuando en un monitoreo de rutina detectaron que un grupo de mineros operaba en sus tierras. “¿Cuántas invasiones extractivas más podría haber en nuestro territorio de más de 55 mil hectáreas?”, se preguntaron en ese momento.
Ese fue el punto de quiebre. Más tarde, tras dominar las tecnología con la ayuda de los expertos de Amazon Frontlines y Alianza Ceibo, los cofán llegaron a detectar 52 concesiones mineras otorgadas sin que exista una consulta previa de por medio. Fotos, videos y coordenadas fueron entregados a la fiscalía como evidencia y esto les permitió ganar un juicio contra el Estado ecuatoriano por violar su derecho a un medioambiente sano.
La historia del pueblo Siekopai no es muy distinta. Han luchado para frenar la actividad petrolera y las invasiones en su territorio. De las 40 000 hectáreas que tienen a su nombre, 191 han sido ocupadas por traficantes de tierras. Lo que debería ser un trámite sencillo, un problema que debería resolverse con la simple revisión de los documentos de titulación, se convirtió en una odisea desde el 2002. Y fue gracias al uso de drones y GPS que lograron establecer sus límites y construir un mapa del territorio siekopai.
“Esa evidencia es un testigo valioso”, dice Donald Moncayo, dirigente de la Unión de Afectados por las Operaciones Petroleras de Texaco (UDAPT). La UDAPT, que nació para enfrentar al gigante petrolero por la contaminación que dejó en territorio siekopai y que logró un fallo importante en la Corte Constitucional a favor del pueblo indígena, continúa vigilando el área de otras amenazas como las invasiones y actividades petroleras.
Frente a Perú y Ecuador, Colombia tiene una historia más reciente en el uso de tecnología para el monitoreo indígena. Agotados por más de 50 años de una actividad petrolera que no los consideraba, en el 2015, el pueblo Inga, en el resguardo de San Miguel, en Putumayo, tras enterarse que el Ministerio del Interior colombiano había permitido a la petrolera Gran Tierra Energy iniciar un proyecto de exploración de crudo en 629 hectáreas en su territorio, decidieron combatir el problema con mapas.
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Cuando la evidencia no basta
El uso de tecnología les ha permitido a algunos pueblos indígenas de Colombia, Ecuador y Perú ganar batallas importantes. Sin embargo, aún no existe una estructura desde el Estado que pueda dar valor a la evidencia entregada por los pueblos indígenas.
Si hay un país donde estas poblaciones han logrado establecer una clara colaboración con una institución del Estado, ese es Perú. Los drones, fotos, videos y GPS son considerados hoy dentro de las investigaciones que realiza el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA). Esta institución trabaja, desde el 2017, con los 65 monitores ambientales independientes de los pueblos achuar, quechua y kichwa que vigilan el bloque petrolero 192 (ex 1AB), para recibir sus denuncias con data georreferenciada y verificar así en campo los puntos de contaminación detectados.
Sin embargo, en el resto del aparato estatal y judicial peruano no existe un respaldo a este tipo de evidencias. Desde el 2014 se viene discutiendo en el Congreso de la República un proyecto de ley que busca darle un respaldo legal a las pruebas recogidas —fotos, videos, mapas— por los monitores indígenas, pero este proyecto ha sido observado en los dos últimos períodos parlamentarios.
Tampoco existe un registro de las denuncias y las evidencias proporcionadas por los monitores indígenas. Aunque en el Perú se ha implementado un Observatorio Ambiental dentro del Poder Judicial para llevar una cuenta de los procesos que se desarrollan dentro del país, no existe un filtro que permita separar los casos relacionados a pueblos indígenas. Duberlí Rodríguez, presidente de la Comisión Nacional de Gestión Ambiental del Poder Judicial, señaló que otra carencia es la falta de tecnología para corroborar la información proporcionada por las comunidades indígenas.
En el resto de países, el panorama es menos alentador. En Colombia, por ejemplo, el uso de herramientas tecnológicas por las comunidades indígenas para recopilar pruebas no es tan frecuente. La Dirección Especializada contra Violaciones de Derechos Humanos de la Fiscalía lo confirma. “No es usual que manejemos investigaciones donde el material probatorio sea proporcionado por estas comunidades a partir de la utilización de tecnología. Sin duda, sería útil que estas poblaciones pudiesen utilizar con destreza herramientas como sistemas de referenciación geográfica para poder hacer así un control más efectivo”.
Según esta entidad, WhatsApp es uno de los medios a los que recurren, eventualmente, algunas comunidades para enviar información sobre hechos que afectan su territorio. El problema es que estas alertas no son del todo útiles. “Las investigaciones inician cuando hay una prueba documental física; cuando hay, al menos, un derecho de petición. De lo contrario, es muy difícil abrir un proceso”, explican desde la Fiscalía.
Ecuador, por otro lado, tiene que lidiar con la falta de fiscalías especializadas en medio ambiente. Los delitos son básicamente derivados según sus características. Los incendios forestales y de vegetación, los delitos contra la flora y fauna silvestre, los delitos contra el suelo y la actividad ilícita de recursos mineros —todos dentro del capítulo cuatro del Código Penal que aborda los delitos contra el ambiente y la naturaleza o Pacha Mama— los ve la Fiscalía Especializada en Personas y Garantías. Mientras que delitos como la sustracción de hidrocarburos los ve la Fiscalia de Delincuencia Organizada Transnacional e Internacional (Fedoti).
Para la abogada ecuatoriana especializada en medio ambiente y derechos indígenas, Verónica Potes, una de las soluciones podría ser entrenar a todos los fiscales en cómo lidiar con delitos ambientales y no restringirse solo a la creación de fiscalías especializadas. La experta recuerda que, hace poco menos de diez años, “funcionaba una fiscalía ambiental en Lago Agrio, operaba dentro del edificio de una de las petroleras más grandes del país”, comenta.
La falta de personal especializado en el sistema judicial es una carencia que alcanza no solo a Ecuador, sino también a Colombia y Perú. Carlos Lozano Acosta, abogado de la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente de Colombia, señala que las evidencias obtenidas en el monitoreo indígena representan un desafío evidente dentro de los procesos judiciales. “Para considerar como prueba un elemento como un mapa o videos de comunidades debe haber un proceso deliberativo, un litigio, en el que la contraparte también pueda presentar recursos”, afirma.
Esta búsqueda de imparcialidad termina por convertirse en un cuello de botella. “Una prueba debe ser independiente de las partes y se requiere contratar expertos que hagan análisis técnicos, pero no hay suficiente personal capacitado para ello”, añade Lozano.
En el Perú, la carencia de tecnología dentro del Ministerio Público y el Poder Judicial es un obstáculo cuando hace falta verificar las pruebas. El exviceministro de gestión ambiental del ministerio del ambiente, Mariano Castro, dice que solo un porcentaje muy reducido de denuncias cuenta con un informe pericial. “Se ha encontrado que menos del 1 % tiene este informe, lo que ayuda a sustentar la denuncia”, agrega.
La coordinadora nacional de fiscalías especializadas en materia ambiental de Perú, Flor de María Vega, comenta que si bien el Ministerio Público ve como aliados a los monitores ambientales indígenas, la falta de personal —tanto en las unidades tecnológicas de las fiscalías como incluso en la policía ambiental— hacen difícil el trabajo de verificación de las denuncias. “Tenemos en promedio solo dos policías ambientales por región para poder hacer operativos y tampoco contamos con vehículos ni equipo necesario para movilizarnos tan rápidamente ante esas denuncias”, comenta la fiscal.
Sin embargo, algunas fiscalías especializadas en la selva peruana como en Loreto, Ucayali y Madre de Dios ya han tenido las primeras experiencias de trabajo articulado con este grupo de monitores indígenas. El fiscal ambiental de Ucayali, José Guzmán, resalta la experiencia que tuvo con las comunidades de Nueva Saposoa y Patria Nueva, colindantes al Parque Nacional Sierra del Divisor. “Obtuvimos sus denuncias que tenían imágenes de drones, con coordenadas exactas e intervenimos cuatro veces para desalojar invasores y madereros ilegales”, cuenta Guzmán. “En esas comunidades shipibas ahora la deforestación está en cero”, agrega.
Otro agente estatal peruano que ha empezado a articular el trabajo con monitores indígenas es el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp). Las alianzas se han enfocado en la reserva comunal Amarakaeri, en la región de Madre de Dios, y en el mismo Parque Nacional Sierra del Divisor, en Ucayali, donde el trabajo que realizan los guardaparques con tecnología SMART se complementa con los drones que tienen las comunidades. “Tenemos 750 guardaparques para 17 millones de hectáreas de áreas naturales protegidas. Necesitamos este tipo de alianzas que benefician también a las comunidades cercanas, ya que se identifican amenazas ambientales a tiempo”, señala Marco Arenas, responsable de estos programas de vigilancia en el Sernanp.
En más de diez años, este trabajo dentro de las comunidades indígenas ha crecido, pero para Tuntiak Katan, uno de los dirigentes de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), ahora se necesitan proyectos que integren más a la selva. “Lo que veo es que siguen dando pequeños modelos, que aunque son importantes a nivel local deben escalar a nivel de bioma amazónico, con una tecnología que nazca de las mismas comunidades”, asevera.
Tal vez la importancia de estos logros se resuma mejor en la anécdota que comparte la abogada de Amazon Frontlines, María Espinoza, en el caso del pueblo Cofán. “Recuerdo que en el caso de Sinangoe, tanto en primera como en segunda instancia, los jueces dispusieron que se hiciera una inspección. Frente a ellos se voló un dron y los jueces pudieron ver el estado intacto del territorio y pudieron entender la dimensión que implicaría permitir actividad minera en esa zona”, cuenta la abogada. Ese es el poder que tiene el uso de esta tecnología para los pueblos indígenas.
El artículo original fue publicado en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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