(Mongabay Latam / Alexa Vélez Zuazo y Vanessa Romo). Cada vez que la erradicación de cultivos ilícitos llega a una comunidad indígena del lado peruano del Trapecio Amazónico, sus habitantes se sienten perdidos. Saben que lo que se viene es un infierno y que levantarse les tomará la vida.

“Es como si estuvieran desbaratando una casa y se te viniera encima”, dice Artemio de la comunidad indígena de Nueva Galilea, desde el extremo oriental del departamento peruano de Loreto. Por el riesgo que enfrentan, pide omitir su apellido.

La última vez que el Estado arrasó con los sembríos ilegales de hoja de coca en esa parte del país fue en el 2015. Ese año, Pablo García, indígena tikuna, líder dentro de su comunidad, eligió no dejarse llevar por la desesperanza y entender ese episodio, ese arrancar de raíz las plantas, como una metáfora.

Parche de deforestación registrado, con la ayuda de un drone, por los monitores ambientales de Buen Jardín en febrero de este año. Foto: Monitores ambientales de Buen Jardín.

Esa escena para Pablo representó una sola cosa: un nuevo inicio. Quizá sea el único o uno de los pocos que se ha atrevido a ser un optimista en una de las fronteras más olvidadas del Perú. Y es que no solo ha decidido optar por una economía legal, sino que ha elegido, junto a tres de sus compañeros, convertirse en un guardián del bosque. Desde entonces, equipado con un celular con GPS y un mapa satelital, persigue las alertas de deforestación cada vez que aparecen en su pantalla.

El problema es que ahora, desde el otro lado de la orilla, tiene que enfrentar a los taladores y narcotraficantes que invaden su territorio. Sabe que ya no está en juego solo su economía, sino también su vida.

Aún recuerda cuando dos grupos de narcotraficantes convirtieron la comunidad de Buen Jardín de Callarú en un campo de batalla. “Yo era apu de la comunidad, estaba haciendo una reunión con el profesor y otras autoridades, y a las 8 de la mañana hemos escuchado que venían unos botes por aquí en cantidad, una chalupa, venían disparando, haciendo tiros. Y el otro grupo, los que estaban en el bote, subieron a la comunidad y comenzaron a correr armados, hacia esa casa de allá y los otros disparaban”. Eso ocurrió en el 2014, un año antes de que llegará la segunda campaña de erradicación de coca a esta comunidad loretana situada en la provincia de Mariscal Ramón Castilla, distrito de Yavarí. Le preguntamos a Pablo si teme que la violencia vuelva a su comunidad y responde que sí.

Las amenazas son una sombra que persigue a este grupo de monitores ambientales. Son vistos como una piedra en el zapato para quienes viven del narcotráfico. A veces son también ese muro que impide que los cultivos ilícitos sigan avanzando. Pasa en Buen Jardín, pero también en otras comunidades tikunas como Nueva Galilea y Cushillococha. Las plantaciones de hoja de coca se han recuperado tras la última intervención del Estado, la resiembra es una realidad y en este escenario surge una pregunta: ¿Qué es lo que está en juego cuando quieres cuidar el bosque?

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“Decía que nos iba a matar”

Viajar a comienzos de año a las comunidades indígenas del Bajo Amazonas, en la triple frontera con Leticia y Tabatinga, ciudades de Colombia y Brasil, te obliga a desplazarte todo el tiempo en ‘peque peques’, esas pequeñas embarcaciones rústicas que navegan a diario la cuenca amazónica. Las lluvias elevan el nivel de los ríos, nuevas cochas aparecen y es el mejor momento del año para conocer los bosques inundables de la Amazonía peruana.

Para llegar a la casa de Pablo García tuvimos que navegar, sin exagerar, por las calles de la comunidad. Los parantes de su casa estaban hundidos bajo el agua y de un salto desembarcamos en mitad de la escalera. Pablo nos esperaba listo para salir a patrullar. Unas botas de jebe altas, un jean gastado, un estuche de celular colgando del cinturón, un pequeño bolso negro que lleva cruzado de lado a lado —como si se esmerara en que nada le reste movilidad— y ese entusiasmo pegajoso que contagia a su entorno.

Quizá por ese optimismo y la valentía para encarar los temporales, los habitantes de Buen Jardín lo hicieron apu de la comunidad en el período anterior. Hoy el cargo está en manos de otro tikuna pero Pablo García, desde el puesto de secretario que ocupa ahora, se involucra en todas las decisiones y tareas de Buen Jardín. El respeto y la atención con la que lo escuchan, es el de una autoridad que sigue aún vigente.

Lo primero que hizo al vernos fue contarnos que habían detectado, hacía dos días, un nuevo parche de deforestación: 30 hectáreas de las 1771 que posee la comunidad, sembradas con cultivos ilegales.

“Eso no había y ahora todito está cocal, nosotros no sembramos coca casi. Es territorio de Buen Jardín”, indica Pablo.

La deforestación no pasa más desapercibida para Pablo ni para los otros monitores. Hoy conocen muy bien los límites de su territorio y no solo porque lo patrullan, sino porque lo vieron por primera vez en un mapa satelital. Cada día, con sus celulares y una aplicación que les permite recibir las alertas, salen a revisar potenciales incursiones en sus bosques.

Esa mañana nos guiaron hacia uno de los parches que más les preocupa. La embarcación avanzaba lentamente por un caño, sorteando los árboles, los troncos, atravesando los rayos de luz que penetraban suavemente a través del dosel del bosque. Seis personas a bordo de un ‘peque peque’ navegando por la selva inundable de la comunidad.

Media hora después desembarcamos, caminamos 10 minutos, hasta que el verde claro de las hojas de coca empezó a envolvernos. Pablo sacó sus lentes de lectura y junto a Camila Flores, Miguel Rivera y Enoc Chanchari empezaron a identificar el punto. El GPS indicaba que estábamos a pocos metros del parche pero el agua se convirtió en un obstáculo. Los monitores sacaron un drone, que han aprendido a usar con la ayuda de Rainforest Foundation —fundación estadounidense que los ha capacitado en el uso de esta y otras tecnologías— y lo encendieron para mostrar el desbosque.

El drone se elevó sobre las copas de los árboles y de pronto apareció en la pantalla del celular un cuadrante totalmente pelado. Los palos tirados en el suelo contrastaban con la vegetación abundante de la zona y con los sembríos de cacao de la comunidad. Una isla de tierra en medio de un verde intenso. Calculan que han perdido 300 metros cuadrados más de bosque.

Cuando recibieron la primera alerta, a mediados de 2018, fueron de inmediato a investigar el área.

“Nos hemos ido hasta donde estaba el lindero y encontramos a un invasor que vive en Bellavista”, narra Pablo García. Cuenta que lo encararon, que le dijeron que traerían a las autoridades, pero el invasor “no paraba de amenazarnos, decía que nos iba a matar”.

Como no se movía de su territorio y las amenazas continuaban, Pablo García y Jorge Guerrero, el apu de Buen Jardín, fueron a conversar con el apu de la comunidad tikuna de Bellavista de Callarú, cuyo territorio colinda con el suyo.

“Nosotros no queremos que ustedes se metan más a nuestro territorio y deterioren nuestro monte. Ya hasta ahí, párale. Si tienen esa chacra, cultívale esa chacrita, pero ya no me estés rompiendo monte. Nuestro territorio se va a volver pampa”, señala Pablo que le dijeron al apu de Bellavista y que este aceptó frenar el problema.

Pero Pablo volvió a Buen Jardín con muy pocas esperanzas, sobre todo porque antes de entrar a la reunión lo amenazaron de nuevo.

“Sabes qué, Pablo, ahorita te van a agarrar, te van a amarrar y te van a dar tu bruta paliza. Yo le digo: ¿Por qué me van a agarrar y darme una bruta paliza? ¿Acaso yo estoy metiéndome en el territorio de ustedes? Yo no me estoy metiendo, pero ustedes sí se han metido y nosotros tenemos que ver ese problema”. Así recuerda Pablo García esa escena que permanece fresca en su memoria.

Isaac Witancor es uno de los monitores ambientales de Bellavista que desde el año pasado es testigo de la aparición de los parches de deforestación en su territorio. Foto: Alexa Vélez.

Tampoco olvida las últimas palabras que le dijeron antes de entrar a la reunión: “Vamos a colgarlos”.

Los habitantes de Buen Jardín no se cansan de repetir, casi como un mantra, que en Bellavista el narcotráfico sigue presente.

Cuando en el 2014, el Proyecto Especial Corah —a cargo de la erradicación de cultivos ilícitos en todo el territorio peruano—entró a operar en la provincia de Mariscal Ramón Castilla, en el Bajo Amazonas, erradicó una extensión de 1816 hectáreas de coca. Ese año no llegaron a Bellavista de Callarú. Pero un año más tarde, en el 2015, la intervención fue mucho más grande y se eliminaron 13 805 hectáreas de coca en la provincia y solo en Bellavista 1426 hectáreas distribuidas en 795 parcelas. Las campañas de 2014 y 2015, según el último informe de monitoreo de cultivos de coca de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), redujeron los cultivos ilícitos en el Bajo Amazonas a 370 hectáreas, pero en el 2017 se registró una resiembra e incremento importantes que bordean hoy las 1823. A esta cifra hay que sumarle, además, las plantaciones de coca del último año.

“La mayor concentración del cultivo se ha encontrado en las localidades de San José de Cochiquinas, Alto Monte, San Pablo, Cushillococha, Bellavista y Erene”, detalla el informe de Unodc. Según la agencia de Naciones Unidas, la producción de coca estaría “articulada” al mercado colombiano por dos factores: “la ausencia de secaderos” en esta zona de Perú, lo que hace suponer que la hoja de coca se procesa en “verde” (como se acostumbra en Colombia) y la cercanía a la frontera colombiana. Esto coincide con lo señalado por fuentes policiales destacadas en la zona. Estas señalaron, en una conversación con Mongabay Latam, que son ciudadanos colombianos los que inyectan dinero en las comunidades peruanas del ‘Trapecio Amazónico’ para que siembren coca y luego comprarles la totalidad de su cosecha. Pablo García y el apu Jorge Guerrero sostienen que en Bellavista los ven como informantes del servicio de inteligencia, de la división de narcóticos, a pesar que les han explicado y más de una vez que no reportan a la policía, que solo están interesados en cuidar su bosque.

Por amenazas como esta y por los antecedentes de Bellavista, Pablo García está convencido de que en el espacio recién deforestado pronto aparecerán cultivos de coca.

Buscamos al apu de Bellavista, Teodoro Ayde Lozano, para preguntarle sobre estas acusaciones. «Nosotros hemos solicitado una ampliación de territorio. Luego de esa ampliación, en realidad es Buen Jardín quien estará invadiendo el terreno de Bellavista», respondió.

“Lo que denuncia Buen Jardín es que en esa zona están sembrando coca”, le contamos. “Nada, solo yuca, nada más”, responde tajante el apu. “Aquí no pasa nada, la gente trabaja bien”, continúa. La entrevista se realiza dentro de su casa y él no deja de mirar constantemente hacia la calle. Durante los 30 minutos de la conversación, pasaron por lo menos tres ciudadanos colombianos, saludándolo.  “Antes sí había problemas, pero ahora todo está tranquilo”, finaliza.

Las coordenadas, sin embargo, no mienten: ese bosque le pertenece a Buen Jardín de Callarú.

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La llegada de un fiscal

A fines de 2018, el apu de Buen Jardín recibió una visita inesperada en la comunidad. Un grupo de colombianos quería conversar con él.

-Había muchos colombianos que me decían: ¡Ya pues apu, te doy tanto, consigue terreno! Eso fue en el mes de octubre de 2018.

-¿Lo asustó?

-Sí, por eso tampoco he aceptado. No les he aceptado para que hagan la destrucción y siembren coca. Me querían dar plata. No, les he dicho.

El fiscal Alberto Caraza llegó, en febrero de este año. a Buena Jardín de Callarú para confirmar la denuncia presentada por la comunidad. Foto: Rainforest Foundation.

Hartos de las presiones y amenazas, los habitantes de Buen Jardín tomaron una decisión: llevarle la evidencia reunida a un fiscal (punto georreferenciado, fotografías y videos). El presidente de la Organización Regional de los Pueblos Indígenas del Oriente (Orpio) los ayudó a canalizar su denuncia, la misma que llegó a las manos de Alberto Yusen Caraza, fiscal provincial de la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental (FEMA) de Loreto.

El fiscal Caraza llegó a Buen Jardín de Callarú a comienzos de febrero de este año, acompañado por miembros de la Policía Nacional. No encontraron al invasor en el lugar, pero recorrieron el bosque y registraron imágenes de la deforestación con la ayuda de un drone. En una entrevista con Mongabay Latam, el fiscal de la FEMA de Loreto dijo que detectaron también “una zona de peligro a 200 metros, por la presencia de cultivos de coca”. 

Tras confirmar la deforestación y reconocer la presencia de cultivos ilícitos, el fiscal ambiental habló de la seguridad en la zona.

Pablo García, secretario de Buen Jardín de Callarú: "El invasor no paraba de amenazarnos, decía que nos iba a matar”.

“En la zona hay un problema de seguridad personal, es una zona cocalera que siempre está resguardada por gente armada”, señaló Caraza, quien agregó que no es la única denuncia de este tipo que han recibido este año.

Los habitantes de Buen Jardín no saben qué más hacer y ahora, además, tienen que lidiar con las 30 hectáreas de coca que han aparecido recién en su territorio.

“Están talando hasta ahora. Yo no sé cómo lo vamos a solucionar, tendré que ir con el apu a conversar, con los de Bellavista, para que ya no estén avanzando más por aquí”, cuenta Pablo García, quien sabe muy bien que con cada visita pone en riesgo su vida.

“Aquí no podemos hablar abiertamente lo que es la mafia, no podemos hablar. Si nos vamos a denunciar a la policía, la misma policía te vende. ¿En qué forma? Van a avisarle a ellos. Tú te vas a hacer una compra por Tabatinga (Brasil), por allá, y te desaparecen”, confiesa con resignación Pablo.

En Bellavista, lejos del miedo que infunde en los habitantes de Buen Jardín, se respira un aire de impunidad. En el pequeño puerto de este centro poblado se observan lanchas de gran motor aparqueadas, restaurantes, bodegas y comercios muy bien surtidos, como en ninguna otra de las comunidades tikuna del área. Los testimonios que pudimos recoger señalan que todos los días llegan colombianos y peruanos de distintas partes para trabajar como ‘raspachines’, como se les conoce a los que realizan la cosecha de la hoja de coca, o para operar en los laboratorios de procesamiento instalados dentro de la comunidad, lejos del núcleo del centro poblado.

Rodeado de cultivos de hoja de coca, Pablo García demanda la presencia del Estado para poder sacar adelante sus cultivos alternativos. Foto: Alexa Vélez.

Los pocos indígenas que viven aún en Bellavista prefieren no contradecir el estilo de vida del resto de los pobladores, porque muchos de esos colombianos y peruanos se han quedado a vivir en la comunidad. “La población está creciendo, hay extranjeros que vienen a vivir aquí y que se quedan con los mismos tikunas”, cuenta Leonel Ayde, teniente alcalde de este lugar.

El paso de la erradicación por aquí tuvo el mismo camino que en el resto del ‘Trapecio Amazónico’, ya que luego de la intervención del Corah y ante el fracaso de los cultivos alternativos, la resiembra de la hoja de coca escaló. “Por aquí la mayoría de la gente se dedica a eso porque no hay otra alternativa”, cuenta Leonel. Se refiere a los indígenas. “Sembramos la coca para sobrevivir, porque si esperamos el resultado del cacao, ¿hasta cuándo?”, dice.

Solicitamos una entrevista con la Policía Nacional del Perú, a través de su Dirección de Comunicación e Imagen Institucional, para conocer cómo controlan la violencia y las actividades ilegales en esta zona de frontera, pero hasta el cierre de esta publicación no recibimos respuesta alguna.

Para Tom Bewick, director para Perú del proyecto Rainforest Foundation, que ha equipado con tecnología a 36 comunidades indígenas de Loreto —entre ellas Buen Jardín —, los monitores ambientales que viven en la zona son vulnerables por la labor que realizan para conservar sus bosques.

“Lo importante para nosotros es que el Estado implemente acciones para proteger a los defensores ambientales indígenas que se ponen al frente para proteger sus bosques”, señala.

Bewick explica que por el trabajo que realizan, que choca con los intereses de los actores ilegales de la zona, los monitores son vistos como un peligro. Por eso resalta la necesidad de llevar un registro de las amenazas y de reunir más evidencia para entregársela a las autoridades. “Creo que van a recibir más amenazas porque están trabajando para cuidar, para conservar su territorio”, concluye.

La versión completa de este reportaje fue publicada en Mongabay Latam. Puedes leerla aquí.

Este reportaje de Mongabay Latam es parte del Especial Tierra de Resistentes que puede ser visitado aquí.

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