(Mongabay Latam y Plaza Pública / Alberto Pradilla).- Marta Raquel Hernández, de 25 años, guarda una imagen terrible en la memoria de su celular. La tomó el 20 de febrero pasado. Es la última fotografía que pudo hacerle a Luis Fernando Ayala, su primo de 16 años, parte de la familia a pesar de que su padre nunca lo reconoció. La instantánea te obliga a apartar la mirada. En ella aparece el cadáver del joven, le faltan las manos y su rostro ha sido desfigurado. Marta Raquel tomó la fotografía cuando acompañó a los padres de Nando, que es como conocían al joven asesinado, a reconocer el cuerpo.
Fue la única que Marta Raquel pudo tomar antes de que un policía le impidiese el paso y le advirtiese que no puede retratarse el escenario de un crimen, a pesar de que existen medios de comunicación que han convertido la escena de los asesinatos en su principal reclamo comercial. Hernández muestra el celular en el patio de su casa, una humilde vivienda ubicada en la comunidad de Gualjoquito, municipio de Guala, departamento de Santa Bárbara, en el noreste de Honduras, a tres horas y media en carro desde Tegucigalpa. Un mes después de la entrevista, la joven ya no se encuentra en el domicilio en el que ha pasado toda su vida. Ella es una de las integrantes del Grupo de Apoyo al Movimiento Ambientalista Santabarbarense (MAS). Tiene miedo de ser la próxima víctima.
Los defensores ambientales en Honduras son un colectivo vulnerable. Según el informe de 2017 de Global Witness, hasta 14 fueron asesinados en 2017. La muerte de Berta Cáceres, que tuvo lugar el 2 de marzo de 2016, puso el foco sobre los peligros que afronta. “Vas a terminar como Berta Cáceres”, es algo que muchas de las integrantes de grupos como el MAS, que se oponen a proyectos extractivistas, han tenido que escuchar en algún momento en Honduras, explica Betty Vásquez coordinadora del grupo ambientalista.
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La violencia es un mal endémico en este país centroamericano. En 2017, según cifras oficiales, 3791 personas fueron asesinadas en Honduras, lo que ofrece una tasa de 42,8 muertes violentas por cada 100 habitantes. Y eso que las estadísticas muestran una tendencia a la baja. Un año antes, el número de homicidios ascendió hasta los 5154.
Luis Fernando Ayala ha pasado a formar parte de esas estadísticas. Números que, en un contexto del 90 % de impunidad (según datos del Comisionado Nacional de Derechos Humanos, Conadeh), quedan enterrados y sin explicación.
El cuerpo del joven apareció el 19 de febrero en la aldea de Concepción Sur, en el mismo municipio de Gualala. Su familia había denunciado su desaparición días atrás. “Con sus manos amputadas y torturado, encuentran cadáver de joven ambientalista desaparecido en Santa Bárbara”. Así titulaba su nota el diario El Progreso el 20 de febrero. “Ayala y su familia han sido miembros activos del Movimiento Ambientalista Santabarbarense (MAS) en el municipio de Gualala, donde hace más de tres años se lucha contra la concesión minera para la extracción de yeso otorgada por un período indefinido y que amenaza con desaparecer la comunidad de Arenales en ese municipio”, explicaba el rotativo.
En Gualjoquito todavía se respira un estado de shock. Se trata de una pequeña comunidad empobrecida, de algo más de 500 vecinos, a la que se accede abandonando la carretera principal que conduce desde Santa Bárbara a San Pedro Sula. Sus habitantes se dedican en su mayoría a la agricultura. Como Luis Fernando Ayala, que encontró la muerte cuando trabajaba recogiendo café. No es habitual que en esta zona ocurran homicidios, al menos no al nivel de Tegucigalpa o San Pedro Sula. Aunque sí que existe algo que se conoce como “la ley del monte”, una suerte de “ojo por ojo” de la Ley del Talión.
Irene Ayala, de 77 años y abuelo del joven asesinado, recuerda la última vez que lo vio. Fue el lunes, 12 de febrero. Abandonó la aldea acompañado por un joven al que había conocido un mes antes, en las fiestas de Chinda, una comunidad cercana. Ambos marcharon a la finca de Concepción Sur, donde la víctima trabajaba recogiendo café. Marta Raquel Hernández recuerda que su primo todavía intentó que otros dos amigos más se sumasen a la expedición. Ninguno quiso.
“No entiendo por qué alguien querría hacerle algo así. Era un buen chico”, dice Ayala. Durante toda la entrevista mantendrá un gesto serio, controlando sus emociones. Al terminar, romperá a llorar. El abuelo fue el que se hizo cargo del joven prácticamente desde que nació. Estamos ante un caso de desestructuración familiar característico de países centroamericanos. El papá comienza a tomar, hasta que la mamá se harta y se separa. La familia se rompe. El hijo pasa a ser cuidado por otros familiares. En este caso, con el agravante de que el padre nunca lo reconocerá como tal, por lo que lleva el apellido de su madre.
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Luis Fernando Ayala era una víctima fácil.
Lo único que sabemos sobre la víctima desde que abandona su aldea hasta que aparece muerto en la finca en la que recogía café es a través de fuentes terciarias. Su abuelo explica que el jueves 15 recibió una llamada preguntando por el paradero del joven, lo que le hizo sospechar. No sabrían nada más hasta el lunes, cuando apareció el cadáver. Una mujer de la zona, la encargada de dar la comida a los campesinos que trabajan en el café, les dijo que vio cómo tres encapuchados se llevaban al adolescente en la noche. Que su hijo lloraba. Que tenía miedo. La Dirección Policial de Investigación (DPI), encargada de las pesquisas, rehusó hablar para Plaza Pública.
Los familiares de la víctima creen que detrás del homicidio está algún grupo irregular de la policía o el Ejército de Honduras. Sospechan que pudieron hacerle alguna fotografía durante las protestas que se han llevado a cabo en el municipio por la elección de Juan Orlando Hernández como presidente. Señalan al supuesto amigo que acompañaba a la víctima. Dicen que tenía aspecto de militar, que siempre portaba un cuchillo, que, de alguna manera, tenía controlado al menor.
El joven, que decía ser de la vecina aldea de Chinda, desapareció desde que se encontró el cadáver.
Hasta aquí, tenemos la historia de un joven activista secuestrado, torturado y asesinado en uno de los países en los que ser defensor tiene mayores costes para la integridad física. No existe ningún dato que vincule el homicidio del muchacho con la condición de ambientalista de Ayala, más allá de las sospechas de sus familiares.
Uno de los errores que tiende a cometer un periodista cuando se enfrenta a una situación de estas características, con un homicidio de por medio, es tratar de ejercer de fiscal. El segundo es dar por buena la primera versión que se difunde, sin plantearse otras hipótesis. Spoiler: es posible que nunca se sepa quién mató a Luis Fernando Ayala, ni cuáles fueron sus motivaciones.
A día de hoy, lo que conocemos es que el balance en la comunidad de Gualjoquito es de un adolescente muerto, una joven que se ha tenido que marchar a vivir a otra aldea para protegerse y otros cinco vecinos con medidas de protección colectiva impuestas por el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos, Periodistas, Comunicadores Sociales y Operadores de Justicia. Todos ellos son miembros del Movimiento Ambientalista Santabarbarense.
Imagen principal: Marta Raquel Fernandez, 25, ambientalista y activista política, sentada en el patio de su casa, en la aldea Gualojito, departamento de Santa Bárbara. Foto: Simone Dalmasso.
Una versión ampliada de esta historia fue publicada en Mongabay Latam. Puedes leerla aquí.
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