(Mongabay Latam / Sebastián Balcazar).- Son las siete de la tarde en la caleta de Quintero, provincia de Valparaíso. Ya pertrechados con las potas, los ganchos, el café y los alimentos, los tripulantes sueltan amarras para embarcarse en la pesca nocturna. El regreso se fijó para las primeras luces de la madrugada. Algunos botes salen con tres navegantes, otros con cuatro. Altamar es lo que les queda. La bahía está muerta.

Capturar la jibia es un trabajo duro. Con el agua más arriba de los tobillos, en medio de la noche, suben los moluscos jalón tras jalón, de uno en uno. La embarcación es el único punto luminoso en cientos de metros a la redonda. Ya no queda bacalao ni tiburones ni anchovetas ni congrio ni sardinas ni jurel ni palometas ni merluza. Hace dos años que la jibia es el producto obligado.

“Yo siempre digo que tenemos toda la tabla periódica acá abajo. El daño es gigante. Antiguamente los viejos sacaban de todo, pero si ahora se nos termina la jibia, no nos queda nada”, sentencia Hugo Poblete, dirigente del sindicato pesquero S24 de Quintero.

La que antes fue una caleta costera activa y transitada, hoy subsiste con algunos puestos y locales pequeños. La cadena de restaurantes tradicionales carece de comensales, el turismo también se ha ido a pique. Por la mañana, mientras instalan sus tiendas y comparten el desayuno, una de las comerciantes identifica los últimos episodios que han golpeado a la población: “los derrames fueron la lápida que nos faltaba”.

El 24 de septiembre de 2014, la rotura de una conexión entre el buque LR Mimosa y el terminal de puerto produjo, según un informe de la Gobernación Marítima, el vertimiento de 38 700 litros de petróleo al océano. Fue el primero de una seguidilla de derrames, separados uno del otro en promedio por 10 meses hasta 2016. El segundo ocurrió en agosto de 2015, mientras el buque tanque Doña Carmela reponía combustible. En esa oportunidad cerca de 500 litros cayeron al mar. El último fue en mayo de este año, cuando de la nave Ikaros se empezó a filtrar aceite decantado (slurry oil) por el desprendimiento de un flexible (tubos de acero revestido).

Los tres accidentes ambientales fueron responsabilidad de la Empresa Nacional del Petróleo (ENAP), que reconoció inmediatamente los hechos a través de comunicados públicos. No obstante, fue acusada de entregar información errónea al momento de enfrentar la emergencia de 2014: “la gerencia de ENAP debe asumir su responsabilidad por la absoluta falta de seriedad en la estimación de los litros derramados. Se ha entregado información falsa dos veces para disminuir el rechazo de la ciudadanía frente a este grave hecho”, denunció la ONG Océana.

Sin embargo, el crudo está lejos de ser el único problema.


Este es el estado de una de las tuberías de las empresas que van a dar a las aguas de Quintero. Foto: Cortesía Carlos Vega.

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El parque industrial Ventanas, instalado en el límite de las comunas de Puchuncaví y Quintero, fue fundado en 1961 en un contexto de fomento productivo impulsado por el estado a nivel nacional, con la fundición de cobre como principal proyecto de la zona. Desde entonces, la contaminación se ha intensificado con el paso del tiempo: “el campo industrial creció de forma desmedida, sin regulación en ningún término, hay un desorden gigantesco en la bahía. Solo han traído humo y enfermedad”, señala el dirigente pesquero Poblete.

Los suelos fueron los primeros en morir. Atrás quedaron las variedades de plantas, flores y árboles propios de la quinta región, rica en producción de porotos, lentejas, arvejas y trigo. Y es que en sus mejores períodos, bahía y campo se fundían en una sola cultura de pesca y arados. Esa historia ya se borró. Una pobladora de la feria comercial lo grafica así: “Hace 20 años el suelo era muy rico. Encontrabas las napas de agua a seis metros de profundidad. Hoy tienen que pasar los 12, llegar a los 25 incluso”.

En la caleta de Ventanas no quedan vestigios de los años de bonanza para la pesca, lo que hay es silencio. Foto: Cortesía Carlos Vega.

La lluvia ácida, producida por la caída de ácidos presentes en la atmósfera debido a las emisiones de las termoeléctricas, quemó los terrenos. Entre 1964 y 2007, la superficie cultivada con cereales y tubérculos se redujo en un 99 %. Los pequeños montículos verdes que hoy se divisan desde la carretera, no son de vegetación, sino de ceniza maquillada. La huella de las termoeléctricas apostadas junto al estero Campiche. 

Hoy hay 14 industrias funcionando en el borde costero, incluyendo cuatro termoeléctricas que utilizan carbón y petcoke (residuo tóxico derivado de procesos de craqueo que hacen a las empresas más competitivas y que cuesta alrededor de 1 dólar la tonelada, según su calidad, y que es altamente cancerígeno) como combustible, fundiciones de cobre, cementeras, puertos graneleros y concentrados de cobre.

De balneario veraniego, en su mejor momento, Ventanas pasó a ser un depósito de desechos químicos. No hay turistas en la playa. Apenas algunos adolescentes se recuestan en la arena oscurecida por las seguidas varazones de carbón. “La cochiná más grande han traído estos malditos, perdóneme que se lo diga así”, se lamenta la señora Carola Vega, vecina de 84 años, recolectora de mariscos en su juventud.

Lee aquí el informe completo         

[Foto de portada: Imagen del derrame de petróleo ocurrido en Bahía Quintero en 2014. Foto: Cortesía de ONG Oceana. ]     

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